La
edad de los árboles es un relato furibundo y desencantado de una generación que
le tocó inhalar la toxicidad de los tiempos que corren, elemento que le otorga
a la novela un espesor psicológico y una densidad existencial genuina,
provocativa, pero no menos compleja y desafiante. Leerla es sentarse frente a
un espejo que reproduce una realidad social deshumanizada. Es el pensamiento
inequívoco de una generación joven postdictadura que no parece estar alineada
con ninguna utopía social o partidista. Los protagonistas parecen consumirse
invariablemente en el letargo, en la intrascendencia, en la cocaína, en el
suicidio, en la apatía aberrante y en la vaciedad ontológica del ser. Los
personajes pertenecen a la generación del Ello. Se mueven por las emociones,
por el desgaste, por la permuta sexual y el hedonismo depresivo. La náusea
viscosa a la que hace referencia Albert Camus en su libelo existencial. Sin
embargo y contra todo pronóstico, la música lava las heridas. La música parece
ser el puente colgante que une las orillas solitarias y hace más llevadera la
intrascendencia de los días. Bruno y Alejandro tienen ese oído puro para
rescatar, del blues, del rock y del jazz, las melodías que invocan para
exorcizar los demonios internos. Todo lo anterior sea dicho para proponer que
en esta novela no hay futuro, no hay padres ni madres, no hay escuela, no hay
religión, no hay pareja, no hay futuro ni esplendor. Los personajes flotan a la
deriva del tiempo, como medusas ciegas a merced del oleaje invariable de días
fatalmente idénticos a otros. La cultura desechable parece dominar las
relaciones humanas en crisis y transa su precio en el mercado cultural y la
cosmética superficial del arte. Los personajes existen en calidad de sombras de
otras sombras. Forman parte de un soterrado telón de fondo de una sociedad
arrebatada por la publicidad estridente y la efervescencia consumista. La fauna
citadina se completa con jueces viciados, policías corruptos, profesionales
frustrados, sobrevivientes de la dictadura, cuicos, desempleados, toxicómanos y
anarquistas, en una patética amalgama de un Chile ultramoderno atravesado por
la fanfarria hiperconsumista.